Por Mariano García
En la serie documental “La revolución virtual” (The Virtual Revolution, BBC, año 2010), de cuatro capítulos de una hora cada uno, la periodista e investigadora Aleks Krotoski analiza los cambios sociales, políticos, económicos y culturales que durante las últimas dos décadas ha generado la expansión de Internet.
Con testimonios de los principales protagonistas del boom digital, así como de importantes ensayistas y académicos, la serie aborda con espíritu crítico los espectaculares logros y avances de las comunicaciones en red, iluminando aspectos habitualmente oscuros y controversiales que el discurso tecnocrático suele pasar por alto.
Uno de ellos es la privacidad. El episodio dedicado a este tema, “El costo de lo gratuito”, encara el problema desde una perspectiva tan original como necesaria: la económica. Mientras que el debate en los medios acerca de la privacidad en Internet suele enfocarse en aspectos éticos, morales o políticos (vigilancia del Estado a los ciudadanos de un país, exposición de la sexualidad y de la intimidad en jóvenes o personajes públicos), la serie nos invita a preguntarnos: ¿cuál es el precio, y quién lo paga, para que la información y los servicios en Internet sean gratuitos?
Espiando al consumidor
¿Les llegaron alguna vez esos mails alarmistas que anuncian que pronto tal o cual plataforma (Hotmail, Gmail, Facebook, Twitter, etc.) pasará a ser arancelada? Ilusos aquellos que caigan en la trampa de este tipo de spam y todavía piensen que el negocio en Internet es venderle un servicio al usuario: a los gigantes del mercado digital no les interesan nuestras enflaquecidas billeteras y saben que no dispondríamos ni siquiera de 10 dólares anuales para mantener aquello que hoy parece ser el centro de nuestras vidas (¡Me muero si me cierran mi Facebook! ¡Cómo seguir con mi vida si no puedo seguir a mi ídolo en Twitter!). Mucho más valiosa que el dinero es la información que día a día les damos sobre nuestras vidas.
La voluntad de espiar la vida privada de los consumidores no nace con Internet; pero ésta lo facilita enormemente. Y cuanto más avanza la informática, mejores los resultados. Ya a principios de los ’90, la primera asociación se dio entre bancos, tarjetas de crédito y supermercados (asociación bastante ilícita, ya que se supone que la información de los movimientos bancarios no deben ser compartidas con otras empresas). Las primeras computadoras de un terabyte de almacenamiento, que hoy ya están disponibles en el mercado a precios accesibles, fueron encargadas precisamente para analizar datos de utilización de pagos con tarjeta en el supermercado, y de esta manera cruzar información demográfica de los compradores (edad, el sexo, domicilio) con los productos de su preferencia. Así, podían agruparse en góndolas o secciones productos que el sentido común no preveía asociados; o anticipar los hábitos de compra (por ejemplo, agrupar en la misma sección los productos preferidos por las mujeres de 30 a 40 años, o por los hombres de 18 a 25; o que una sucursal en Boedo tenga distintos productos a la de Belgrano).
Valga el ejemplo cotidiano a modo de ilustración: ¿por qué si los precios en el supermercado son más baratos que en el almacén de barrio, uno termina siempre gastando más en el súper? Una respuesta posible: porque el almacén de barrio no “sabe” tanto sobre los hábitos de consumo del vecino, o lo hace intuitivamente. Uno entra a comprar las tres cosas que necesita al almacén, y se va con eso en la bolsa. Uno entra al supermercado buscando los mismos tres productos, y sale con un changuito lleno de productos que seguramente ni tenía pensado comprar.
El desarrollo de Internet durante los últimos 10 años, podría verse en este sentido como la evolución desde el almacén de barrio a la gran cadena de supermercados. De la cultura hacker que impulsaba una ideología libertaria en la web, a la concentración oligopólica y el uso comercial del historial de navegación del usuario.
Publicidad contextual: un traje a medida de cada lector
Si en un principio el debate entre los editores de sitios web era arancelar o no sus contenidos y servicios, muy pronto la balanza se inclinó hacia la gratuidad. El primer modelo de negocios exitoso en Internet replicó así las lógicas de mercado del modelo de broadcasting desarrollado por la radio y la TV durante el siglo XX, donde la gratuidad del acceso estaba financiada por la publicidad.
Con este sistema los medios vendían rating, en un esquema donde “todos ganan”: las audiencias por la gratuidad del producto, los anunciantes por la masividad del medio en el que pautan, y las cadenas transmisoras por los ingresos publicitarios incluidos dentro de la programación. Así, el radioescucha y el televidente aceptaban que el producto estuviera “contaminado” por avisos publicitarios, siempre y cuando ese producto fuera gratuito (y tan aceptado fue este modelo, que incluso las publicidades se convirtieron en contenidos tan valorados por la audiencia como el resto de la programación). La prensa gratuita llevó este modelo de negocios incluso al mundo del papel, renunciando a los ingresos por venta de ejemplares que se compensaban con una apuesta plena a la publicidad, seducida por un público en crecimiento. En todos los casos, el valor de cambio siempre era la atención del público-consumidor.
En un mundo de sobreabundancia informativa, dispersión y habilidades multitarea, captar la atención del zapping visual del usuario de Internet era el principal objetivo del marketing on line en la primer época del desarrollo de Internet, cuyo vehículo promocional privilegiado era el estático banner publicitario. Sin embargo, los desarrollos tecnológicos posteriores comprobaron que lo que tiene mayor valor para el marketing no es el ojo ni el recorrido visual que sobre la pantalla hace el usuario, sino su privacidad.
Esto tampoco es nuevo: tanto las empresas, como los medios de comunicación donde se anuncian, suelen invertir gran parte de sus ganancias en estudios de mercado para poder conocer los hábitos de consumo de las audiencias. Mediante las técnicas clásicas de estudio de mercado, hay que encuestar al consumidor sobre sus gustos, preferencias y conductas; generalmente ofrecer algún tipo de recompensa por sus respuestas (en productos o en dinero), y aprender a convivir con el margen de error y la posibilidad de que los encuestados no respondan con toda la verdad.
Pero la publicidad on line, en un principio menospreciada por los grandes anunciantes, pronto descubrió que las complejas relaciones matemáticas que permitieron desarrollar los motores de búsqueda, podían tener también un potencial publicitario enorme. El gran salto lo dio una vez más el omnipresente Google, al lanzar su sistema de avisos contextuales AdSense. Y de la misma manera en que buscador establece coincidencias entre claves de búsqueda y sitios web que contienen esas palabras, la publicidad contextual de Google se ajusta al contenido del sitio donde estamos navegando. Si estamos leyendo una noticia deportiva, seguramente los espacios publicitarios de esa nota nos seducirán con entradas para ver algún partido o camisetas y calzado ad hoc; si lo que nos interesa es la música, seguro se nos ofrecerán promociones de nuevos lanzamientos, instrumentos, o tickets para los próximos conciertos.
Fue tal el éxito que tuvo este nuevo sistema, que pronto los entornos de las cuentas de correo también fueron rodeándose de publicidad contextual, y también las redes sociales; hasta llegar a estrategias cada vez más avanzadas: hoy la publicidad contextual analiza no sólo el contenido de lo que estamos leyendo, sino el historial de nuestras búsquedas y chats, posteos en redes sociales y correos enviados y recibidos. ¿Exagerado? Hagan la prueba de ver la publicidad contextual de su página de inicio en su red social preferida, o en su cuenta de mail, y verán una radiografía bastante exacta de sus hábitos, usos, gustos y costumbres. Si todavía tienen dudas, hagan la prueba con la persona que más cerca tengan a mano con una conexión a Internet, y verán la diversidad y variedad de anuncios.
Ya que la privacidad está pasando a ser un valor arcaico de esos que les hablaremos a nuestros nietos en las cenas familiares, valga un rápido ejemplo personal. Al momento de redactarse estas líneas, quien las escribe está por casarse e irse de luna de miel. Por lo tanto, los avisos en su cuenta de Gmail abundan en tópicos tales como “Matrimonio Civil”, “Casarse por civil”, “Boda Civil Papeles”, “Hotel Abano Terme”, “Telfes Hotel”, “Hotel Masseria”, “Hotel Lagos”, “Paquete Mendoza 75% OFF”, “Hotel 5 Estrellas 90% OFF”. Pero a los anunciantes no sólo les interesan los momentos tan románticos en la vida de uno. La rutina cotidiana de este futuro hombre casado, como hacer la cola de un banco o tirarse en el sillón a ver TV, también ya está registrada por la maquinaria publicitaria, que acierta con pavorosa exactitud al saber de antemano cuál es su banco y cuál su operador de cable contratado, y por lo tanto ofrecerme sus promociones también. Y así se suceden los avisos, que saben perfectamente los gustos musicales, preferencias deportivas y culturales, u orientaciones ideológicas y religiosas de cada usuario.
Al combinar la tecnología de los motores de búsqueda con las necesidades de los anunciantes, Google cambió el paradigma de la economía de medios en Internet. Desde la intimidad de sus hogares, los usuarios acuden a este oráculo matemático para encontrar soluciones a sus inquietudes más profundas, informarse sobre los temas que más les interesan, aprender sobre las enfermedades que los aquejan, decidir dónde van a educar a sus hijos, o quién tiene para vender aquello que uno tanto necesita. A cambio de un servicio que brinda información y contactos sociales con abundancia, inmediatez y gratuidad, los usuarios estamos cediendo aquello que hasta ahora era lo más preciado y difícil de acceder para las grandes corporaciones: nuestra privacidad. Y en la mayoría de los casos, sin tener conciencia cierta de que lo estamos haciendo.
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